domingo, septiembre 21, 2008

Desarrollando nuestra legítima rareza: notas incompletas sobre el matrimonio GLTB y sus consecuencias


“El impulso que se le da al matrimonio gay es la respuesta avergonzada al Sida para repudiar nuestra promiscuidad y parecer saludables y normales”
Judith Butler


El discurso dominante entre las personas GLTTTBI y el progresismo culpógeno sostiene que es intolerable que no haya igualdad de derechos en nuestra sociedad (incluso en aquellos países económicamente desarrollados). Es por eso que, ya sea de manera conciente o inconciente, basándose en el mito del derecho a la igualdad por encimo de todo, reclaman para si la posibilidad de elegir contraer matrimonio (con todas las prerrogativas materiales y simbólicas que conlleva- solo por mencionar una o dos: la obligación a tener sexo, y el débito conyugal) como lo hacen las demás personas, despertando desde las más furibundas reacciones homofóbicas dentro de las instituciones clásicas que ya todxs conocemos, o hasta incluso manteniendo ciertos límites en lo que respecta a las mentes menos conservadoras (por ejemplo, sería correcto que puedan casarse, pero no que dos varones críen un hijo o una hija, ni que las personas GLTB tengan derecho a la adopción).
En este contexto, donde maniqueamente hay que ponerse a favor o en contra, y donde cualquier intento de hilar más fino es entendido como rizar el rizo o convertirse en un fachista, nuestra labor, como anarquistas queer, es tomar posturas a contrapelo de lo que parece “lo conveniente” y optar por el lugar “incómodo”.
Para empezar, y siguiendo a Judith Butler en Deshacer el Género, la primera apreciación que deberíamos hacer es la diferencia entre matrimonio y parentalidad, y entre parentalidad y parentesco. En la noción popular que el difuso activismo GLTB en general también ayuda a respaldar, las tres nociones se confunden y se homologan en una sola, todos productos de la primera- matrimonio - encargada, como efecto colateral, de organizar la sexualidad al servicio de la producción y reproducción. Así como la anarquista Emma Goldman, a principio del siglo XX, no exenta de un romanticismo baladí, cuestionaba al matrimonio como algo opuesto diametralmente al amor, como un mero contrato económico donde la mujer quedaba subsumida a un rol peor que el de una trabajadora sexual, puesto que ésta vende su cuerpo por hora, y la esposa lo vende por un único pago de por vida, nosotrxs también creemos que el matrimonio (de cualquier índole) no solo es una calamidad, sino que no existe posibilidad alguna en el horizonte de inteligibilidad anarquista de que ningún tipo de matrimonio sea algo deseable ni que deba ser el canal por el cual se legitiman nuestros deseos y prácticas. Más aun, muchas relaciones de parentesco hoy por hoy, a la vuelta de casa, delante de nuestras narices, no se ajustan al modelo de la familia nuclear y exceden las concepciones jurídicas vigentes y funcionan, de hecho, según pautas no formalizables. El parentesco existe, asuma o no una forma familiar reconocible por el Estado y sus instituciones. La tradición anarquista conoce, bajo el concepto de afinidad, el cuidado, agrupamiento, o vínculos humanos que no se ajustan, ni desean ajustarse, a las reglamentaciones sociales, y que no tienen al matrimonio (ni a la pareja) como el horizonte de inteligibilidad o matriz para pensar las maneras en las que vehiculizamos nuestros afectos[1].
Pero si la parentalidad y el parentesco son solo legibles en términos de contratos matrimoniales y/o uniones civiles, nunca podrán ser ya separados de las cuestiones de propiedad privada, concibiendo a las personas como propiedad de sus progenitores y sus parejas. Asimismo, se volverá a repetir la ficción mítica de los lazos de sangre como lo más sagrado y de los intereses nacionales y raciales que sustentan tales lazos, porque el matrimonio, gay o no gay, tiene como principal objetivo establecer el racionamiento simbólico de las relaciones de pareja y de sus frutos por parte del Estado.
Reclamar el derecho al matrimonio tiene, como presupuesto básico, que el Estado es el encargado de distribuir de manera indiscriminada, independientemente de todo, derechos y responsabilidades que son inmanentes, inherentes y privativos del ser humano por ser lo que es. Esto deriva en la subsiguiente intensificación de la normalización, fortalece al Estado y lo convierte en el gestor único e indiscutible de entregar la divisa que se debería obtener porque sí, al nacer.
Y la pregunta emerge por si sola: ¿Qué pasó con el proyecto radical de articular e impulsar la proliferación de prácticas sexuales fuera del matrimonio y de las obligaciones de parentesco?
Además, así como el anarquismo increpó al marxismo que creía que porque el Estado era obrero no iba a reproducir las relaciones autoritarias y jerárquicas, ¿qué le hace creer a la comunidad GLTB que las formas tradicionales y conocidas de organización sexual y de reproducción, por el mero hecho de su conformación sexual o su orientación sexual, estarán eximidas de las relaciones de poder que redundan en la actualidad en abusos de todo tipo, violaciones, muerte, y todas las aberraciones que el feminismo históricamente nos ha señalado que emergen del matrimonio?
Para colmo de males, la delimitación de las formas de relación que el Estado legítima solo tendrá lugar por medio de algún tipo de exclusión, si bien no evidentemente dialéctica, y de una jerarquización entre lxs aspirantes a la normalidad, y aquellxs que, ya sea porque no pueden o porque no quieren, no son elegibles. La pareja gay o lesbiana, estable ,que se casaría si pudiera es considerada ilegítima pero elegible para una futura legitimidad, mientras que los agentes sexuales que funcionan fuera del ámbito del vínculo matrimonial y de sus formas alternativas ahora constituyen posibilidades sexuales que nunca serán elegibles para una traslación a la legitimidad, incluso con prácticas sexuales tradicionales, o sin ellas. Ya no hace falta sostener las otrara llamadas “prácticas contra natura” o “sodomía” para quedar fuera del patrón gay de elegibilidad potencial.
Estamos hablando justamente de un campo sexual cuyo punto de referencia, cuyo máximo deseo no es la legitimidad, y por qué no decirlo, la parentalidad. Las prácticas sexuales y las relaciones que quedan fuera del límite de la ley se vuelven ilegibles o insostenibles mientras que en el discurso público emergen nuevas jerarquías que refuerzan la distinción entre vidas legítimas e ilegítimas y producen distinciones que van limitando los términos de lo pensable. El matrimonio, dado su peso histórico, se convierte en una opción sólo como norma que excluye opciones y que se extiende a relaciones de propiedad y hace más conservadoras las formas sociales de la sexualidad.
Por eso es que afirmamos que los contratos legales y/o el matrimonio no deberían ser nunca la base sobre la que se asignan los beneficios sociales, civiles, reproductivos y de todo tipo, ni podemos utilizar la respuesta contra la homofobia,- a la cual hay que darle batalle sin cuartel, por el solo hecho de existir, y en todas partes y en todo momento-, como el parámetro para basar una acción política. ¿Acaso debemos defender el derecho al matrimonio GLTB porque los heterosexuales nos lo niegan? ¿Acaso no hay maneras más inteligentes de organizar nuestra autoprotección que no sea a través del la legitimación y reconocimiento del Estado? ¿No vemos que el matrimonio gay es una nueva oportunidad de establecer una jerarquía de organización sexual binaria legítima contra todxs aquellxs raritxs que no quieran o no puedan casarse, por el motivo que sea? ¿No podemos encontrar otras formas de sentirnos posibles, inteligibles, hasta reales además de la esfera de racionamiento Estatal?
Pero no está todo perdido. Y aunque, como se ve claramente en este escrito, mucho nos queda por pensar, allí en el corazón mismo del no reconocimiento se encuentra la oportunidad de resistir, el reservorio de subversión que las pasiones ilegitimas detentan. Lo impensable, como lo más critico, lo más radical, lo más valioso y como lo sexualmente irrepresentable, tales posibilidades sexuales pueden ser lo sublime en el campo contemporáneo de la sexualidad, el lugar, como dijimos antes, que la normatividad no se apropió. Es menester entonces ocupar otro lugar atópico, no delimitado, de una libertad radical, no lugares en los que nos encontramos a pesar de nosotrxs mismxs. Ostentar prácticas socio-sexuales que no parecen revestir coherencia inmediata en el léxico disponible de la legitimación y que por ende, eluden, incluso sin proponérselo, la normativización. Y por sobre todas las cosas no olvidarnos de revisar la organización social de la amistad, los contactos sexuales y la creación de comunidades propias y subterráneas bajo sus propias lógicas para crear formas de respaldo y de unión que piensen su deseo y su pasión hic et nunc por fuera del deseo del Estado.
No somos ingenuxs. La privación o la resistencia a la normalización suponen privaciones a los derechos que agravan los golpes de la vida cotidiana que ya sufren per se las individualidades que podríamos denominar queer. Pero sí abogamos por pensar conjuntamente formas críticas de esquivar el control estatal porque no estamos dispuestxs a perder nuestro poder inherentemente subversivo. Cuando nos negamos a permitir que el campo de la sexualidad se evalúe en relación con la forma matrimonial o cuando nos negamos a que la sexualidad se evalúe en relación con la forma matrimonial se desarrolla una transformación más radical por fuera del estúpido romanticismo que tantas lagrimas nos hizo derramar y a favor de las pasiones fulminantes.

[1] Esta posición lamentablemente no solo no es retomando por la mayoría de las individualidades y organizaciones que reclaman para si el anarquismo, sino que para colmo de males, cuando es recordada solo lo es en el plano de la enunciación retórica. Históricamente, convivió con otras donde, por ejemplo, el núcleo de la pareja siguió considerándose fundamental con una exaltación del rol de la madre.

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