martes, septiembre 09, 2008

Le enviamos el artículo publicado el día martes 9 de septiembre del 08 en el periodico: Milenio Sección: Escriben.

Una Iglesia democrática, no muda

Roberto Blancarte

Nadie, o muy pocos, quieren que “la Iglesia”, es decir los obispos católicos, se callen. Nadie, o muy pocos, pretenden que la jerarquía de la Iglesia católica se quede muda frente a lo que no le parece. Nadie, o muy pocos, piensan que estamos en los tiempos de las catacumbas y que quienes predican deben hacerlo en las cuevas o en la oscuridad. Lo único que se le pide a los obispos católicos, como al resto de los mexicanos, es que respeten la ley, que la acaten y que no pretendan erigirse en un tribunal superior al de la Suprema Corte. En un país no puede haber dos leyes, ni dos tribunales supremos, a riesgo de que se generen numerosos problemas de convivencia. Tampoco puede el orden constitucional estar cuestionado al grado de que se convoque a no obedecerlo. Porque si cada quien le va a hacer caso sólo a las leyes que le gustan, los narcotraficantes podrán decir que no están de acuerdo con algunas leyes y los secuestradores también. O estaremos de vuelta con los tribunales especiales que fueron abolidos hace siglo y medio. Hubo ya una controversia constitucional y fue resuelta por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. No queda más que acatar la ley, aunque no se esté de acuerdo con ella. Aunque parezca injusta. Aunque sea vista como criminal.

“Una Iglesia muda no sirve ni a Dios ni a los hombres”. Pero tampoco le sirve ni a Dios ni a los hombres, una Iglesia antidemocrática, anticonstitucionalista, antipopular. No se trata de que se quede callada. Se trata de que hable con sensatez, de que entienda que vive en un orden democrático, el cual ha costado mucho construir y que, aun si no se concibe a sí misma como una institución democrática, entienda que en este orden constitucional ha adquirido derechos y obligaciones. Que no puede estar dentro del orden democrático cuando le conviene y fuera de él cuando no le gusta. A Dios y a los hombres le conviene una misma cosa; los jerarcas católicos no pueden constituirse en una República aparte, en un islote alejado de las leyes. Intentaron revertir la decisión de una legislatura democráticamente elegida y, a pesar de contar con el apoyo del gobierno federal, no pudieron ganar su recurso de anticonstitucionalidad con el tribunal supremo. Dieron sus mejores argumentos, movilizaron a quienes pudieron, apelaron al orden divino y amenazaron con el castigo eterno. No lo lograron. Lo que ahora se espera de esta jerarquía no es que se quede callada, sino que diga cosas prudentes, sensatas, pero sobre todo respetuosas de un orden social y político que requiere del respeto, aceptación y acatamiento de todos.

Sería terrible que los obispos estuviesen pensando en el viejo esquema de la Iglesia como sociedad perfecta, es decir como institución que se vale a sí misma. Así se vio la Iglesia durante muchas décadas, en una posición igualitaria que el Estado; por lo tanto con todo el derecho para cuestionar, negociar, obedecer o desobedecer el orden civil. Si la Iglesia consideraba una ley como injusta, entonces no la obedecía. Si el gobierno era considerado tiránico, entonces lo combatía. Si sus exigencias no eran satisfechas, entonces reclamaba el derecho a la rebelión. Pero si el gobierno en turno hacía lo que la Iglesia deseaba, no importaba si era tiránico, persecutor o incluso genocida, como lo fueron las juntas militares de Chile y Argentina, y los apoyaba. En otras palabras, la vara con la que mide la Iglesia la justicia de los gobiernos y las leyes no es la democrática, sino la de su propia doctrina, tal y como la interpreta su jerarquía.

Mucho influye en esta visión la concepción que tienen los obispos de su propio gobierno. Ellos no conocen ni la democracia, ni la división de poderes. Un obispo concentra todos; es el mismo tiempo el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Y no comparte nada. Sus decisiones son incuestionables y definitivas en su propia diócesis. Imparte justicia, declara nulos o no consumados los matrimonios, gobierna a sacerdotes y a los fieles que se someten a su autoridad, legisla y decreta sin necesariamente consultar a sus presbíteros o concilios, etcétera. Viven en un mundo que simple y sencillamente no se rige por reglas democráticas y división (es decir contrapeso) de poderes.

¿Qué se puede esperar entonces de una institución que no está acostumbrada a acatar las leyes civiles? ¿Cómo puede vivir una experiencia democrática y republicana, sin convertirse en enemiga de ese orden? ¿Cómo puede aprender a contribuir a la construcción de un estado de derecho, sin dejar por ello de proponer su visión del mundo? Admitamos que el problema de nuestra Iglesia católica es que no ha aprendido a vivir fuera del Estado, a proponerse como una más de las instituciones de la sociedad civil. Y si bien es cierto que durante muchos años tuvo que sufrir el anticlericalismo y la persecución, en el fondo su problema era menor mientras el orden social seguía siendo el que ellos querían. Pero una vez que la sociedad está empujando por los cambios en cuestiones claves, como el aborto, la eutanasia o los derechos sexuales y reproductivos, la situación cambia mucho para ellos y su nivel de tolerancia disminuye sensiblemente. Así, la Iglesia del orden social y político, de repente se pone en su contra.

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