lunes, marzo 24, 2008

La Soberanía

Palabra de Antígona

Sara Lovera*

México DF, 18 marzo 08 (CIMAC).- La autonomía y la libertad femeninas forman parte sustantiva de la soberanía para hacerse de su vida y tomar los caminos que le apetezcan.

En el último siglo el esfuerzo de un movimiento global ha conseguido, al menos, que millones de mujeres tengan clara su soberanía, aunque ésta sea obstaculizada sistemáticamente por el contexto social, familiar o económico que las rodea.

Lo mismo sucede con las naciones. Se sabe, se inscribe en las constituciones de cada país el tema de la soberanía, que sólo puede ejercerse si se cuenta con recursos, políticas y principios, pero sobre todo con un contexto favorable.

Es claro que nada de eso sucede hoy para las naciones, como no sucede en la vida cotidiana de las mujeres. La inexistencia de las libertades, que sólo garantizaría la soberanía real, representa hoy el mayor de los dramas para ejercer de humanos y humanas en la vida actual.

¿Por qué lo digo? Ahora precisamente, cuando nos acercamos aceleradamente al primer decenio del siglo XXI, cuando es posible tener a la mano grandes descubrimientos, como el conocimiento del mapa del genoma humano o la exploración en Marte, subsiste la acción salvaje contra hermanos y hermanas. Es cómo si todo fuera circular y la repetición en el tiempo nos hiciera añicos.

Vi Los Falsificadores, una película de Stefan Ruzowitzky premiada por el Oscar de la Academia de Hollywood hace unos días.

Además de estremecedora, porque vuelve a tocar el tema de los campos de concentración, esa barbarie edificada por los nazis durante la Segunda guerra mundial, es aleccionadora porque muestra un aspecto poco conocido de esa guerra, la “operación Bernhard” en la que los nazis intentaron y lograron falsificar millones de libras esterlinas y dólares, con los que pretendían seguir financiando el holocausto.

El protagonista, un bohemio y brillante falsificador, un pragmático que se enfrenta al idealista, Burger. Por cierto Adolf Burger es el autor de la historia, sobreviviente de esta operación iniciada en 1944.

Salomón Sorwitsch existió, está protagonizado por Kart Markovics, que pone en juego el tema de la solidaridad y la generosidad de un pequeño colectivo que no tenía destino.

Lo importante es que la película se basa en un hecho real, de esta humanidad en la que vivimos, donde los niveles de violencia y perversidad llegan al extremo, donde la vida humana deja de tener importancia frente al poder como principal divisa.

Pero esta semana también vi un documental en Televisión Española, conducido por Vicente Romero un antiguo periodista, de esos higiénicos que no toman posición.

El documental donde Romero se hace acompañar del juez Baltasar Garzón tiene el valor de presentar en una sola exhibición todas las noticias que se han ido conociendo sobre el comportamiento de las tropas de los Estados Unidos en Irak y Afganistán.

Esas conductas aparecidas en noticia segmentada, del escándalo por las torturas fotografiadas a los allanamientos e intervenciones cotidianas, como despertar a una familia para encarcelarla.

Muestra en televisión el escenario de Guantánamo y a través de una serie de entrevistas queda claro que el gobierno de George W. Bush ha instalado cárceles clandestinas en 4 de los 5 continentes del mundo, de nuestro mundo.

A Garzón y a Romero parecía interesarles mostrar la extensión del “terrorismo” frente al cuál la política de garrote, tortura y muerte de Estados Unidos viola los derechos humanos. Nunca hablan de la violación a las soberanías nacionales, ni de la manipulación económica tras la guerra en donde, por ejemplo, participan 14 países de la “democrática” Unión Europea.

Muestra el documental el maltrato a los “terroristas” y aunque no cuestiona el fondo del problema, muestra sin maquillaje cómo se convirtió en una verdadera simulación la división política y lo que algunos de nuestros grupos de poder en los gobiernos llaman democracia.

Y ahí están en el documental, en la película de un hecho real, los distintos actores de un drama continuo donde no sólo no se respetan los derechos humanos --en 1943 no se decían derechos humanos--, sino que muestra la capacidad destructiva de la condición humana, el cómo se contamina la población y esa ciudadanía activa de los odios, los rencores, las envidias y los más bajos sentimientos de los que habla el poder para justificar sus verdaderos intereses: poder y dinero.

El periodista en diálogo, un poco absurdo con el juez Garzón, cruza de Nueva York a la capital de Afganistán e introduce cámaras y micrófonos a los alambrados de Guantánamo, consigue testimonios de personajes clave, muestra y sigue mostrando el horror, con actitud casi higiénica, sin tomar partido y tomando la llamada lucha contra el terrorismo.

Se advierte, en algún momento, cómo Garzón reflexiona sobre el 11 de Septiembre y cómo a partir de ello se produjo una vuelta al pasado, a ese de los campos de concentración, echando abajo los tímidos pero sostenidos avances en materia de la vida, del respeto a las integridad humana, del respeto a la diferencia y a las capacidades de cada quién que se llaman derechos humanos.

Y sucede este horror precisamente cuando miles de personas viven de la defensa de los derechos humanos, de su promoción, vaya, ahora hasta se estudian en diplomados y postgrados en muchas universidades del mundo.

Película y documental me provocaron una pesadilla. Entre 1943 y 2008 nunca se ha terminado la guerra que instala el poder donde se le hace necesario. No hay paz en ningún lugar del mundo, porque la disputa por el dinero, el espacio, la verdad o el discurso llega a los ámbitos más variados y abarcadores de cada uno de los seres humanos y de sus verdugos, de sí mismos.

Haciendo el parangón, entre Los Falsificadores y Los Verdugos, como se llama el documental del periodista español, se ve una sola línea en el tiempo, la incapacidad humana para frenar la ambición cuando ésta forma parte de una manera de vivir, de conducirse, de mandar, de controlar, de arrebatar. Cómo ello contamina a cada persona, cómo se extiende y cómo acaba siendo la manera más sencilla de estropear lo que muchas personas han identificado como la vida y sus placeres.

Tal vez por ello Goya, que alegremente era el pintor del reino, tras algunos años, algunas guerras, algunas experiencias, lo convirtió todo en negro y de ahí sus famosos murales, de su propia casa, donde plasmó sus desasosiegos. Nuevos aguafuertes están expuestos ahora en una extensión del museo Del Prado en Madrid, que también vi.

Y que decir del colorido Picasso de las primeras 2 décadas del siglo XX, quién después de la incursión horrenda en Guernica entristeció su pintura hasta el final de su vida. Por cierto aquí en el museo Reina Sofía está toda la obra que los amigos de Picasso reunieron y abrió un museo en París, museo que está en reparación. Y aquí, como un mensaje de esperanza, se puede observar el maravilloso mural que era un llamado a la Paz en 1937, tras el primer triunfo de la República española.

Han pasado nada más y nada menos que 70 años, desde entonces. Y luego vinieron la dictadura, todas las guerras del siglo XX y las que amanecieron en el XXI que no termina, que se congelan en esas imágenes de Afganistán, donde las mujeres, como en todas las guerras lloran a sus muertos, se indignan, a veces son cómplices y actoras, donde los hijos siguen doliendo y donde el amor se vuelve una quimera.

Ahí, en esas imágenes, no cabe ni la solidaridad, ni la generosidad, ni la hermandad, sólo vale lo de cada quien, de sus ojos a su nariz, pasando por deseos irrefrenables de poder y perversión.
No sé si hay remedio, no sé cuando podremos voltear y gritar con alegría que nuestro momento, el de la libertad y autonomía de las mujeres ha llegado.

* Periodista y feminista mexicana, fue reportera en los periódicos El Día, unomásuno, La Jornada y directora del suplemento Doble Jornada, directora fundadora de Comunicación e Información de la Mujer AC (CIMAC).

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